Mariella Argüelles [Chile]
Uno de los descriptores que se menciona al describir un vino es el terroir, palabra francesa que no tiene una traducción literal, pues si bien podríamos decir que en castellano se traduce como el terruño, no significa solo el lugar físico, sino las propiedades que ese suelo en particular, asociado a las condiciones topográficas, climáticas y de los distintos elementos del paisaje que entregan y forman el carácter de un mosto.
Mi terroir es el de la Patagonia, sin duda alguna mi terruño de origen ha marcado mis descriptores de base, los taninos que me otorgan astringencia, la coloratura del carácter y la identidad de base.
Habito dos ciudades, sin importar en cuál de ellas pase más tiempo, habito en las dos y siempre será así.
Santiago, la ciudad que habito desde hace muchos años, la mayor parte del tiempo de mis días, es la barrica en la que he ido envejeciendo, morigerando el carácter, tomando distintos matices y notas de especias diversas que han ido completando el proceso para llegar a ser un vino conversado, amable y embriagador.
Habito dos ciudades, sin importar en cuál de ellas pase más tiempo, habito en las dos y siempre será así.
La ciudad en la que nací, era pequeña y en ese tiempo le daba la espalda al mar. Hay que tener carácter para darle la espalada a ese mar épico que permitió nada menos que la circunvalación al mundo, en la hazaña inconclusa de don Hernando de Magallanes, que dejó como legado su apellido por nombre de esa región y de gentilicio de los allí nacidos. En fin, con todo ese carácter, Punta Arenas miraba más hacia los cerros de pequeña estatura que hacia el mar y se volcaba hacia el centro de su emplazamiento. Desde los miradores solíamos contemplar el Estrecho de don Hernando, el célebre Estrecho de Magallanes. Al regreso de las fiestas y jornadas de juntas con amigos, solíamos ir a ver la salida del Sol que hacía su aparición asombrosa emergiendo del mar y tiñendo de un rojizo nunca visto en otros lugares el azul maravilloso del cielo puro de esas latitudes. Es que “acá” el Sol sale por el mar, solíamos decir con orgullo patagónico, indicando que el mar en esas latitudes se encuentra en el Este y no como en el resto de Chile, donde solo tiene salida al Pacífico que se acomoda al oeste del territorio.
Mi ciudad estaba ciertamente poblada en saturación por el viento, el cierzo de la Patagonia sin tregua y sin consideraciones, acompaña, acuna y castiga a los habitantes de las calles, plazas, barrios y edificios de la pequeña y casi siempre silenciosa Punta Arenas. Una ciudad sin límites, una ciudad que se abre al infinito y te permite ver hasta donde la vista alcance, sin obstrucciones construidas por humanos, y sin tropiezos geográficos, pues la Cordillera que atraviesa América completa, en esta zona es tragada por el agua para reaparecer recién nuevamente en la Antártica. Allí nací y crecí, espiando sus calles por la rendija de la cortina de mi larga cabellera puesta siempre delante de mis ojos por su majestad el viento. Allí crecí, pensando que era normal que todo fuese tan limpio, tan calefaccionado, tan ordenado y custodiado por un pasado europeo y europeizante patente en los bellos edificios afrancesados que componen el centro y las cuadras de sus alrededores. Allí crecí en una ciudad áspera de clima y gentil de edificaciones y de veredas, de anchas veredas que regalan al caminante la amplitud suficiente para sentir el gusto de la caminata a pesar del viento y de los grados bajo cero o apenas superando el positivo en los otoños- inviernos que se hermanan en esos lugares.
Un avión me trajo a Santiago en el año 1985. No venía de paseo esta vez, venía para quedarme, al menos los años que durara mi carrera Universitaria, el corazón y el estómago apretado, se pusieron en peores condiciones por el recibimiento telúrico brindado. La Tierra encabritada, pegó brincos de una magnitud 8.4 y todas las casas de adobe , las antiguas casas coloniales y las un tanto más actuales se vinieron abajo, levantando una polvareda que a ratos creo se quedó para siempre en sus calles. Los adobes aplastaron y mataron a cientos de compatriotas, los gritos de dolor se solaparon con el grito gutural de la tierra en su estertor. Era un terremoto, yo los conocía solo de nombre, en mi Punta Arenas natal no tiembla, solo el viento remece de cuando en cuando los cimientos de casas, edificios y personas. Me reencontré así con un Santiago en ruinas, con un Santiago que tuvo que empezar a ponerse de pie, con un Santiago sitiado por la dictadura, un Santiago diezmado en casas, edificios, calles y alegría. Decir reencontrarse es una exageración, pues solo había estado en dos ocasiones y de paso. Una de esas ocasiones fue una larga estadía entre hospitales y convalecencia poco después del Golpe de Estado.
Santiago fue entonces para mí el epicentro de toda tristeza, el emplazamiento de la congoja, instalada en mi nostalgia del hogar y en sus edificios derruidos, en lo sueños rotos, en la cesantía vestida por la ropa americana, en el hambre calmado con marraqueta y margarina y en el dolor de las y los que recién empezaban a gritar en público: ¡Que nos digan dónde están! ¡Vivos los llevaron, vivos los queremos!
¡Qué difícil se hacía ser joven y tener ganas de reír, bailar, disfrutar cuando no sabías cuáles de las casas que mirabas albergaban torturados, ni qué edificios de los que te saludaban al paso eran resguardo de la Central Nacional de Inteligencia( CNI) , temida y odiada hasta las entrañas por todo bien nacido. Santiago era gris, siempre gris, los edificios, viejos, las calles pequeñas, el hambre grande y el miedo hermano mayor que nos oprimía y tutelaba la dictadura del Gran Reformador de Chile, El Siniestro asesino que administraba nuestras desgracias, mientras se enriquecía y modernizaba la ciudad. Para cuando por fin recuperamos la democracia, las avenidas se volvieron anchas, aunque no abiertas para que pasara el hombre libre. Las autopistas se volvían modernas y caras, los mall florecientes olían a perfumes importados, la ropa linda, en cuotas o barata y de poca duración, envolvía la pobreza, oculta en las estadísticas de los datos macro. Nos llenamos de franquicias y nombres en inglés. Un "Sanhattan" comenzó a florecer en la zona oriente, los grandes, modernos y bellos edificios se hicieron parte del paisaje. La tecnología al servicio de la inteligencia domótica nos hizo conocer todo tipo de climatizaciones, puertas, terrazas, ascensores, patios de comidas, y lujos nunca antes visto en estas provincianas latitudes.
Llegó el día en que el Dictador entregó el poder, a medias, sin justicia y después de muchos martirios y un proceso de joyería de los políticos aliados en su contra. Chile recuperaba su democracia, pero nunca recuperaría el proyecto, la fisonomía ni el espíritu republicano que tuvo antes del golpe que nos partió el alma.
Santiago se abría a la vida nocturna, pronto florecieron los pubs, restaurantes, boliches de todo tamaño, el dolor por los desaparecidos comenzó a dormir en el corazón de los directamente afectados y de la generación que tenía sobre los 18 para esa emotiva votación del año 88. Los que dijimos NO, empezamos a disfrutar de sentir que no era pecado sentir alegría y disfrutar de las terrazas y los happy hour, palabra desconocida hasta casi entrado los 90. Un Santiago segmentado ofrecía ofertas de entretención para todos y el dinero plástico nos dio la sensación de tener acceso a la buena vida. Santiago se desprendía del gris y se vestía de brillos y colores, se vinieron los recitales, el festival de teatro Santiago a mil y mientras se demolían los antiguos cines de barrio, las grandes cadenas nos brindaron grandes ofertas en sus carteleras.
No sé si fueron los años que hicieron que cediera la nostalgia de mi lejana Patagonia o que realmente las transformaciones la embellecieron, pero comencé a enamorarme de esta ciudad, de sus parques, de sus señoriales edificios céntricos, los que van quedando, los rescatados, los bellamente restaurados, los clásicos como la Biblioteca Nacional, el Museo de Bellas Artes y sus alrededores, el Barrio Lastarria con sus negocios hípsters, la Estación Mapocho y las atestadas cuadras que la flanquean. Extraño en estos días de pandemia pasear por esas calles a veces no tan amables de veredas, pero llenas de encanto, extraño indudablemente el encuentro con amigos en los restobares de mi querida Plaza Ñuñoa, añoro el reencuentro con los amigos en esos sitios.
¡Dios mío qué bella es mi Punta Arenas y cuánto la extraño!
También añoro sin duda, el poder viajar y recorrer mi terroir, recorrer la bella Punta Arenas. Ella ahora sí que mira al mar, una costanera preciosa giró la vista de la ciudad y la abrió al Estrecho. Añoro caminar por ese paseo lindísimo, con anchas veredas, con ciclovía, con espacios para jugar básquetbol mirando al mar, con bancos y mesas de cemento pulido para sentarse a disfrutar, cuando el clima lo permite o para gozarlos en su espectáculo blanco al cubrirse por la nieve. En una de las últimas ocasiones que estuve por allá me sorprendí al salir de un pub cercano a la plaza, pues por un momento me sentí transportada a un lugar de Europa, todos sus edificios me hacen viajar y estar en el Austro y en el Norte al mismo tiempo. ¡Dios mío qué bella es mi Punta Arenas y cuánto la extraño!
Hoy, milagrosamente llueve en Santiago, llevamos tanto tiempo de sequía que espero que mientras la nostalgia de sus calles y sitios se apodera de mí, mientras tecleo estas palabras, que el agua que cae del cielo sea el presagio de que todo se va a limpiar y que pronto podamos encontrarnos en forma presencial, a cielo abierto, en sitios para todos y de todos. Deseo que llueva sabiduría para los gobernantes de mi país, para que Santiago no se vista por mucho tiempo, del gris del humo de las ollas comunes que reaparecieron en las villas y poblaciones, no por la pandemia, sino por la desigualdad, que es el peor virus al que debemos enfrentarnos y combatir desde donde estemos.
¡Hasta que volvamos a encontrarnos libres por las calles de todos y con la esperanza de que sean para todos! Hasta entonces, por ahora, un abrazo.
Chile, otoño de 2020
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