Ana Carpio [Guatemala]
La Ciudad de Guatemala es un animal herido. Te ve con ojos amenazantes; ruge, araña y tira tarascadas. Hay escenarios que debes evitar a toda costa sino quieres terminar engullida y uno de ellos es el transporte público, sobre todo si eres mujer.
Cuando tenía 20 años, en 1987, mi madre me regaló mi primer carro. Era un pickup Subaru rojo, usado. Antes de eso, había utilizado buses para movilizarme de un lado a otro pero por supuesto, esa Ciudad y esas “camios” eran completamente diferentes a la pesadilla en que se conviertieron años más tarde. Menos sucios, menos destartalados, menos concurridos, menos peligrosos y transitaban entre mucho menos tráfico. Ibas de la Zona 4 a la Colonia 1ero de Julio en 40-45 minutos, a pesar de que el piloto se detenía cada dos cuadras.
Tuve ese vehículo casi una década, y luego otro y otro y otro, hasta sumar 27 años sin prácticamente jamás volver a ver un bus urbano desde dentro. En mi imaginario, el transporte colectivo no era una opción. Como periodista conocía y temía lo que significaba usarlo: asaltos constantes, asesinatos de conductores y ayudantes, las balas alcanzando a pasajeros inocentes, el acoso sexual a las mujeres sin mencionar la incomodidad, mal olor y horas necesarias para ir de un lugar a otro.
Durante las siguientes semanas, tuve que adaptarme a otra forma de ver la Ciudad.
Desde la comodidad de mi automóvil pensaba: “Pobre animal herido. ¿Quién te hizo tanto daño? ¡Mira en lo que te has convertido! ¡Qué bien no tener que toparme de frente hoy contigo!
Y un día, me quedé sin carro.
Fue en el 2012 y lo recuerdo como si fuera ayer. Estaba parada en la acera de la 6ta. Avenida de la Zona 9 cuando el dueño del taller mecánico donde lo había llevado un par de días antes salió a decirme “no tiene compostura, tal vez algo le saca en alguna huesera”. No viene al caso explicar por qué, pero en ese momento no podía comprar otro carro nuevo o usado y tampoco una motocicleta. Pagar taxi era igual de imposible y Uber ni existía siquiera.
Durante las siguientes semanas, tuve que adaptarme a otra forma de ver la Ciudad. La burbuja polarizada con ruedas seca de realidad en la que había transitado por casi 3 décadas, ya no me protegía. Era hora de mojarme en el agua fría y viscosa de lo desconocido; de subirme al lomo del animal herido.
Al principio fue horrible. Si existe una palabra para describir nuestro transporte colectivo, es “indigno” y me hacía sentir profundamente humillada. Sin duda el Transmetro y Transurbano ayudaron a cambiar esa perspectiva, pero aún así tenía la sensación constante de ser una perdedora. Admitámoslo, al contrario de muchas ciudades del Primer Mundo, en el subdesarrollo sólo quienes no pueden tener vehículo lo utilizan; es decir, los muy mal pagados, los pobres, los marginales.
Esos actos de bondad de los que somos testigos nos inspiran y humanizan.
Aprendí rutas, paradas, horarios, a no vestir llamativa, a llevar sólo lo necesario. A tener cambio suficiente y esconder bien el celular. A saber a quien ver o no a la cara. A fingir apatía o a expresar abierta solidaridad. Fueron tiempos extraños en los que pasé de detestar las “rojas”, a ponerme súper contenta cuando las veía acercarse para recogerme en la parada, mejor aún si estaban medio vacías. Me gustaba sentarme y simplemente hundirme en mis pensamientos sin tener que lidiar con la tensión de manejar. Fue fantástico también que los parqueos y la gasolina desaparecieran de mi mapa mental.
El curso de inmersión total en la realidad acabó dos años y medio después, cuando finalmente me hice de un nuevo vehículo. Después de ese tiempo, terminé más convencida que nunca de cuánto necesitamos un buen transporte público por muchas razones más allá de las obvias. En el bus hay una sensación de colectividad que jamás experimentas en un carro. Hay un reconocimiento de la identidad del otro, se abre un espacio necesario para la tolerancia y para ejercer esos pequeños actos que nos conectan por un momento a otro ser humano. Jóvenes cediendo su lugar a ancianos, hombres ayudando a bajar a mujeres embarazadas o niños pequeños, personas ajustándole el pasaje a los menos afortunados, usuarios molestos con el conductor demandándole manejar con más cuidado.
Recuerdo especialmente a una pareja de adultos de unos 60 años, muy pobres. Estaban sentados frente a mí en el Transmetro. Ella tenía los dos brazos enyesados y trataba sin éxito de acomodarse un gancho para que el pelo no le cayera sobre la cara. Él la detuvo, la peinó un poco con sus toscas manos, tomó delicadamente el ganchito y lo cerró en el punto adecuado. Luego la miró alegremente y ambos sonrieron sholcos, con una ternura y complicidad que sólo recuerdo haber visto en alguna película.
Esos actos de bondad de los que somos testigos nos inspiran y humanizan. Hay una posibilidad de bienestar en la gentileza multiplicada. Esa gana de replicar un acto generoso, de ser solidarios, de hacer algo por el otro aunque sea un perfecto desconocido, es quizá lo que un animal herido necesita a fin de cuentas para sanar y ser menos agresivo.
No se puede hacer ni ser Ciudad sin la experiencia del transporte público. Necesitamos dignificarlo hasta que sea una opción para todos y nos lleve juntos por mejores caminos.
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